- Lucía Oliverio
OIGO MUCHO Y VEO POCO
Actualizado: 23 de mar de 2020
Oigo mucho y veo poco. Oigo todo. Mezclado.
Gran parte del vidrio pintado de gris opaco para que no nos vean y asumo que para que no veamos.
Pero todo lo oímos oíriamos. TODO. Lo molesto, lo cercano, lo estridente.
“Hay paltaaaa” y ya intuyo que ese producto es roca dura muy lejos de madurar.
Será sólo favor y poco guacamole. Algún día haré el favor, seguro.
“Hay garrapiñadaaaaa” y quiero invierno.
Quiero frío y quiero querer salir a verle la cara al gritón que me impide trabajar en calma.
Quiero fuego y chimenea, estar abrigada. Cada vez que dice garrapiñada quiero siesta.
“Hay caféeee” y tiemblo de sólo imaginar el producto.
Pero si le meto garrapiñada es un programón. Y siesta.
Bocina y bombo. Concentración de unos pocos se acerca.
En cada sonido de la trompeta que arenga, suena dónde están.
En cada ruido acompasado puedo entender cuántos carriles cortaron: a más bombo, más bocina.
Todo lo demás, inaudible.
Alaridos e insultos. Orden y contraorden. La mezcla en gritos.
Basta de calor, pero qué duro el frío, viejo.
Rajá, gil. Acercate, hermano.
Aguda percepción de tantos meses.
7 meses acá, en este espacio reducido.
Oigo todo, veo nada.
Arriba hay una porción de cielo y nada más.
El resto es ruido.
La ciudad entra por mis oídos e impone su realidad aunque no quiera.
Tan llena de folclore urbano, tan dura para concentrarse.
Tan ruidosa que a veces grito y los quiero callar, y otras me hacen reír y los quiero abrazar.
Quiero cerrar la ventana, pero si cierro no corre el aire.
Y me los pierdo. Los odio y los quiero.
Afuera Buenos Aires respira, grita, se queja.
Y abraza, ironiza y acompaña.
Buenos Aires, te oigo tan bien.
